Muchas son las cosas de las que me puedo quejar en mis escasas horas en el pequeño y pintoresco poblado de Stillwater, Oklahoma.
Cosas como el hecho de que nos hicimos 22 horas de viaje en lugar de las 15 que nos habían prometido gracias a las tardanzas en la solicitud de permisos o el bloqueo de un camino en las afueras de Texas. Cosas como la falta que me hace mi celular no digamos por la incomunicación, sino porque era la única manera en la que sabía en qué hora vivía. Y no se diga de las fotos…
Cosas como lo caro que está todo, y más aún en las tiendas de souvenirs de la Universidad. Cosas tan simples como el clima, que es caluroso y pegajoso, como de playa pero sin playa…
Y es de esta manera que me doy cuenta como podemos hacer que todo en esta vida sea miserable o magnífico para nosotros mismos. Todo tiene sus caras, sus contrapartes y versiones, sus altos y bajos. Pero la experiencia depende, en última instancia, de nosotros.
Pude escoger entre guardar lo malo que me ha pasado o darme cuenta de lo bueno que está pasando, tal como sucede en cada situación a la que nos enfrentamos. A menudo elegimos ser las víctimas porque es más cómodo, porque alguien herido merece lástima y ayuda de los demás; porque aquél a quien la «suerte» no sonrió recibe, en algún punto de su historia, el foco de atención sin realizar mayor esfuerzo. Culpamos a Dios en un intento de ocultar nuestro propio conformismo, así como el letargo mental y espiritual que nos embarga.
Yo prefiero quedarme con la belleza de uno de los campus con mejores instalaciones en la unión americana, con los nuevos amigos, con la hospitalidad de las autoridades locales, con la emoción que te inunda cuando tienes ante ti una oportunidad completamente nueva. Me queda claro que no todo en esta vida tiene un «lado bueno», pero ¿porqué aferrarnos a la derrota antes de pelear?